
EL BOSQUE APAGADO
Alto Tajo,
Guadalajara, España
2005
Lo que más me inquieta es el silencio. Una semana después, cuando ya han dejado de hacerse fotos los políticos y aunque las brasas de sus argumentos siguen calientes, algunos de los troncos que estaban secos siguen ardientes y dejando ver unas pequeñas fumarolas fantasmales que acompañan la silueta de lo que fueron árboles.
Ahora no hay nadie aquí. Algunas mariposas despistadas que se han colado desde los bosques vecinos que tuvieron mejor suerte, vuelan desesperadamente al no encontrar nada brillante donde posarse diferente del seco color grisáceo que inunda todo. Ni siquiera hay viento que ayude a crear un poco de sonido. Tan sólo mi cámara y mi respiración agitada rompen esta quietud que asusta.
Otro pequeño signo de vida son esos insectos tan pesados, tan negros y de tamaño similar a las moscas, que se posan sobre mi cuerpo seguramente atraídos por el sudor de mi piel, única fuente de humedad y sales en muchas colinas alrededor. Hasta los riachuelos parecieran haberse puesto de acuerdo para no aportar vida. Se adivinan sus cauces que aparecen no sólo secos, si no además tan grises, sus piedras tan ennegrecidas como el resto de la montaña.
Lo que sí hay son hormigas. Probablemente los únicos pobladores que han sabido sobrevivir a las llamas, se mueven también a una desenfrenada velocidad y en todas direcciones. Algo así como si el calor hubiera destruido su sistema de orientación, o como si estuvieran hambrientas, o sedientas, o buscando algún compañero desaparecido, o como si hubieran entrado en un ataque de pánico por la suma de todo ello y la certeza de un año sin suficientes víveres para aguantar el duro invierno continental que hace prever una muerte lenta. Yo aquí, observando cómo ha cambiado tanto este bosque de pinos, que como tantos otros que he fotografiado embelesado con la belleza de los árboles. Aquí estoy buscando argumentos visuales que defiendan o al menos honren lo que finalmente queda tras la mano del hombre.
Hoy, después de esta inesperada metamorfosis, uno de los efectos que más me cautivan son estas galerías que, en parte derrumbadas, han dejado lo que fueron raíces secas que, al consumirse en cenizas por todo el suelo del bosque, te exigen pisar con atención para no hundirte y sobre todo para no modificar el más perfecto recuerdo de un ser vivo: el vacío.
Entre figuras fantasmales pero aún en pie, quedan también estos huecos de todos aquellos que fueron troncos secos, viejos, cortados o muertos. Ahora son espacios con ceniza al fondo y varios brazos huecos que hacen ver el negativo de cómo era la estructura del árbol bajo tierra. Quisiera poder llevarme ese hueco conmigo. Al menos quisiera fotografiarlo, pero no sé si voy a poder reproducir en un solo plano el complejo juego de luces y sombras que se confunden con los matices de las cenizas y sin diferencia de color.
Casi todo es gris. Hay árboles que se han tronchado después de la quema y dejan ver un interior de un naranja bellísimo, que en otro momento no hubiera llamado mi atención. También hay piñas que gracias a la altura de algunos árboles y a la velocidad desesperada de las llamas, han sobrevivido y están sólo ennegrecidas por fuera. Después el intenso calor que sufrieron han quedado abiertas dejando ver el mismo naranja de la carne que parece rellenar los pinos. Cuando ves la piña en el suelo entre tanto gris ceniza, parecería seguir incandescente que como la zarza de Moisés, lleva unos días ardiendo y recordando el terror.
Durante todo el día me invade una extraña sensación de irrealidad; algo así como cuando uno se despierta por la noche en medio de un mal sueño y no alcanza a entender qué es real y qué es inventado. Si es una historia propia o es ajena. En este caso es propia y es ajena; es de todos.
Me acerco a un enorme tronco en pie que llama mi atención por los brillitos que aparecen en su corteza. Veo que la característica rugosidad del viejo pino se mantiene en su estructura, pero con una curiosa veladura negra que permite entrever la pulpa anaranjada del interior. No puedo creer lo que veo: los brillos resultan ser gotas colgantes y chorreones de resina perfectamente transparentes como si fueran gotas de agua. En mi ignorancia pensaba que la resina tenía un tono cálido y ligeramente turbio... O será que son gotas que acaban de brotar como lágrimas una vez que ha amanecido y este viejo árbol, que debe ser uno de los pocos que han sobrevivido, siente el vacío de la tierra alrededor.
Camino sin rumbo y sin ganas de regresar a pesar de que el sol se escondió hace un rato dando un respiro a este atormentado paisaje. Sigo caminando y cuando mi cámara enfoca un conjunto interesante de troncos negros sobre un suelo gris homogéneo, pienso que podría estar disparando en blanco y negro, porque en un paisaje así parece un desperdicio tanta tecnología y perfeccionamiento del color en las cámaras, las películas sensibles y sus ortodoxos procedimientos de revelado, los monitores planos y no planos, las impresoras de ocho cartuchos, las revistas con papel brillante para potenciar el contraste y la saturación de los colores... cuando se asoma lentamente y con una tiernísima timidez, me mira un venado; joven, de pequeños cuernos y pelo entre el blanco cálido del vientre, naranja pardo del costado y ocre del lomo; me mira con tanta curiosidad como yo a él pero seguramente con más miedo. Parece como si me estuviera escuchando mis estúpidos pensamientos para hacerme ver que sigue habiendo color en el bosque. También él, porque creo que es un macho, sufre como mis piernas la tizne de tanta rama a medio quemar que va dejando marcas a lo largo del día. Claro que si regreso al hotel, yo me podré duchar y él tendrá que esperar al otoño a que llegue la tan inoportuna lluvia. Por cierto, tendré que volver después de las lluvias para observar qué pasa con las piedras renegridas, los cauces de riachuelos llenos de hollín, las superficies tan suaves que han quedado por el posar lento del polvo de ceniza sobre el suelo.
El venado sigue allí. Mirándome. No me atrevo a acercarme por no romper el encanto de estas curiosas miradas interpuestas. Pero él parece menos interesado y lentamente se aleja. Imagino que volverá al bosque de al lado que tiene troncos limpios donde rascarse sin teñirse de negro o quedarse pegachento con las lágrimas de los supervivientes. Me hago muchas preguntas sobre por qué estaría allí. ¿Volvería a su hábitat original en busca de algo o de alguien? ¿Por qué está sólo? ¿Los machos que no tienen manada viven solos? ¿Se escaparía de la manada al igual que yo para curiosear qué queda después del paso del estúpido hombre?
Las agujas de algunos pinos sin terminar de quemar van cayendo sobre el lecho de cenizas y los huecos de los árboles vaciados. Pero tampoco tienen apenas color a pesar de no estar quemadas; peor aún, son hojas muertas. También caen sobre un conjunto de hierros oxidados, clavos gruesos y de diseño antiguo asomando de las cenizas de la propia madera que hace unos días componía probablemente una carreta o algún tipo de maquinaria agrícola que ya debía de llevar allí muchos años, desde antes de que todo fuera de metal pintado o poliéster de última generación. Me dan ganas de llevarme alguna pieza, supongo con el afán de guardar un souvenir; pero decido no incrementar más mi sensación de invasor y dejo aquel bodegón intacto semienterrado en su suave cama gris.
Una de las fotos me exige quitarme las botas y descubro lo placentero de caminar descalzo sobre el manto de cenizas que días antes alcanzó temperaturas imposibles. Se me clavan piedras tapadas por las cenizas pero insisto en caminar así. Me acerco a uno de los huecos que siguen ardiendo y al pisar el borde, se hunden mis pies desnudos en toda esa masa de cenizas ardientes. Curiosamente no me quemé pero sentí el calor intenso de los últimos momentos de aquel árbol. A pesar del susto no cedí en seguir sintiendo el bosque a través de la planta de mis pies. Los miro ahora y veo que están perfectamente integrados en el color dominante, por lo que repito la foto que me hizo descalzarme. Ahora toma mucho más sentido.
Con frecuencia corro para tomar una escena que veo de lejos. Como si la fuera a perder. Y otra escena. Y una más, hasta que el fotómetro de la cámara me avisa de que no hay casi luz para ella, porque mis ojos se han acostumbrado al lento crepúsculo del verano. Claro que entonces me doy cuenta de que es casi de noche y tendré que regresar si no me quiero perder en una montaña que ni siquiera tiene cobertura.
Desde hace un rato noto un olor desagradable que se va potenciando según me acerco a un grupo aislado de árboles ennegrecidos en la falda de una colina. La poca luz que queda permite moverme por el bosque buscando la fuente del olor que no puede ser otro que el de la muerte. Efectivamente, no tardo en encontrar el cuerpo medio descompuesto de un venado. Su pelo quemado, miles de gusanos en las tripas medio devoradas por alguna alimaña y su expresión de tormento, unida a la sombra de la noche, me crean un nuevo sentimiento de ansiedad que me empuja a salir corriendo de ese monte. En mi camino hacia cualquier otro lado me encuentro con otro venado en las mismas condiciones. La muerte y el dolor cada vez están más presentes, pero intento regresar al bosque como un todo y seguir buscando expresiones de su desaparición.
La pantalla de mi cámara también dice “full cf”y la otra tarjeta de memoria se quedó por la mañana en el coche en la bolsa del bocadillo. Borro alguna toma duplicada y disparo con el flash de la cámara hacia unas ramas quemadas y mientras hace unos destellitos para evitar que les salgan los ojos rojos, veo que se iluminan cientos de puntitos que flotan alrededor y que hasta ahora no había notado. Ciertamente sí los he respirado y por eso ese intenso pero dulce olor a humo que me ha acompañado todo el día.
Me embobo disparando el flash al aire para volver a ver esas lucecitas hasta que se acaba la carga de la última batería que llevo. Parece que la tecnología está insistiendo en que regrese ya. Pienso entonces que puedo estar molestando el descanso del espíritu de tantos pequeños animales que hace bien poco perecieron de la peor manera posible y por qué no, el espíritu de los árboles. Y también los arbustos... En ese momento, cegado por tanto flash, me doy cuenta de que no veo casi nada y me siento rodeado de esas figuras fantasmales en perfecto silencio y quietud. Hubiera querido entonces recostarme en el suelo, dejar pasar el tiempo e intentar convivir de alguna manera con todo esto, pero me doy cuenta que aquí no hay más que dolor. Reconozco que en ese momento comienzo a sentir miedo. Decido regresar. Apenas puedo beber agua de mi botella, me hace sentir culpable. Ya es suficiente la invasión que supone mi presencia, mis huellas en las cenizas y mis ojos abiertos de par en par por no poder entender cómo después de tanta tristeza, sigue habiendo una enorme belleza en el bosque.•
EL BOSQUE AUSENTE
2005
Unas semanas después del incendio y tras algunas muy deseadas lluvias, el bosque parecía querer volver a la vida…
Y unos meses después regresé con el frío del invierno y mucha curiosidad por ver cómo habían evolucionado aquellos gestos de vida.
Ni siquiera queda aquel silencio que me inquietó.•